martes, 23 de septiembre de 2014

Café caliente.

El sabor del café siempre me recordó a la forma que tienen los problemas de doler por dentro. 
El café sólo es la forma de decirle al mundo "Eh, no me molestes, estoy jodido por dentro y duele toda esta mierda".
El café con leche nos dice que las personas intentan esconder todos sus problemas para que los demás no miren dentro de ellos.
Y el café descafeinado es probablemente la rutina del dolor que ya tienes acostumbrado en el corazón.
Yo soy de las personas que piensa que cuanto más azúcar le echas al café, peor saben los problemas. El sabor del café es posiblemente una de las cosas asquerosas más adictivas del mundo. Porque el café arregla vidas, ¿Sabéis?, te arregla la vida de un lunes a las seis y media de la mañana después de haber pasado un fin de semana de caca. 
El café destinado para los lunes a las seis y media de la mañana es el café sólo con mucho azúcar (y para los golosos con medio vaso de leche condensada)
Y ahí se queda todo. Coges fuerzas, y se queda en su sitio toda la asquerosa porquería de dolor que llevas incrustado en el cuerpo desde ni se sabe cuándo. Y te vuelve la energía, es probable que le contestes a los buenos días del conductor del autobús,o le sostienes la mirada a esa señora del metro que te observa detrás de sus gafas porque eres un individuo extraño con una cara neutra y los cascos puestos, y a lo mejor (solo a lo mejor) hasta sonríes un poco a lo largo del día.
Por desgracia esa energía tiene un tiempo limitado, y cuando vuelves a llegar a casa después de estar gastando toda esa energía artificial que te ha regalado ese café a las seis y media de la mañana en un día de clase en la Universidad, donde los profesores no dejaban de hablar, y las palabras no dejaban de bailar en los apuntes, donde te hartas de que en la biblioteca nadie respete el silencio necesario para relajarse en los descansos de las clases leyendo un buen libro; o de escuchar a tu jefe organizando el resto de la semana en el trabajo, y los millones de e-mails que te esperaban en tu bandeja de entrada por responder de todas esas personas tiquismiquis que no entienden tu trabajo y lo que está dentro de tu sector y lo que no.
Cuando llegas a casa, después de ese puto café a las seis y media de la mañana más negro que el interior de tu oreja, entonces decides que la vida vuelve a ser una porquería y que necesitas otro café.
Entonces pasamos al café con leche, porque ya es de día y tienes que mantener un poco de contacto con la gente de tu alrededor y hablar con alguien y socializar un poco. Entonces ya no puedes tomarte un café negro, porque claro, se supone que el dolor se ha quedado un poco en pause hasta que se acaben las energías del todo. Y pasamos al café con leche. Te devuelve un poquito la vida y la energía y eres capaz otra vez de hablar con la gente y de hacer cosas.
Todo genial, hasta que llega la hora después de cenar, antes de haber leído un par de capítulos de tu libro preferido, o de ver esa nueva serie que te recomendaron hace tres días. Ahí sientes que ya nada te devuelve la energía, que te duelen los músculos, los huesos, los pelos de los poros de la piel y hasta el alma. 
Ahí, amigos, después de haber empezado el día a las malditas seis y jodidas media de la mañana, te das una ducha con el agua más caliente que el maldito infierno, y te preparas un descafeinado con leche, porque ya bastante le vas a dar a tu almohada esta noche, como para encima darle guerra en exceso a tu corazón. Y te tomas ese café, que sabe a agua sucia con leche, que te quema cada centímetro de tu esófago... Y te vas a la cama, a dejar a tu cuerpo relajarse y hundirse en la miseria de toda la porquería que llevas metida dentro, hasta que te quedas dormido.
Hasta que vuelve a sonar el asqueroso despertador de un martes a las seis y media de la mañana.
Hasta que vuelves a intentar apartar el dolor de dentro con café amargo que te deja la lengua como un calcetín sucio.
Hasta que llegue el día que no te haga falta tomarte un café porque has dejado de estar roto por dentro.
O hasta que simplemente te acostumbres a estar tan roto por dentro, que nada más que ciertos momentos al lado de determinadas personas te recompongan.

¿Sabéis? Creo que el café es la porquería más adictiva del mundo.
Pero no me gusta el café.